Mientras el país sufre la peor crisis de coronavirus del mundo, nuestro jefe de la oficina de Nueva Delhi describe el miedo de vivir en medio de una enfermedad que se extiende a tal escala y velocidad.
Los crematorios están tan llenos de cadáveres que parece que acaba de ocurrir una guerra. Las piras arden a todas horas. En muchos lugares se llevan a cabo cremaciones masivas, decenas de ellas a la vez, y por la noche, el cielo brilla en ciertas zonas de Nueva Delhi.
“No tengo ni idea de cómo me contagié”, me dijo un buen amigo que ahora está en el hospital. “Atrapas solo un soplo de esto…” y luego su voz se cortó, demasiado enfermo para acabar la frase.
Apenas consiguió una cama. Y la medicina que sus doctores dicen que necesita no se encuentra en ningún lugar de India.
Estoy sentado en mi apartamento esperando contraer la enfermedad. Eso es lo que se siente ahora mismo en Nueva Delhi, cuando a nuestro alrededor avanza la peor crisis de coronavirus del mundo. Está ahí fuera, yo estoy aquí dentro, y siento que es solo cuestión de tiempo antes de que yo también me enferme.
India registra más infecciones al día —hasta 350.000— que cualquier otro país desde que comenzó la pandemia, y eso es solo la cifra oficial, que la mayoría de los expertos consideran una gran subestimación.
Nueva Delhi, la extensa capital india de 20 millones de habitantes, sufre un aumento calamitoso. Hace unos días, la tasa de positividad alcanzó un asombroso 36 por ciento, lo que significa que más de una de cada tres personas examinadas estaba infectada. Hace un mes, era inferior al tres por ciento.
Las infecciones se han propagado tan rápidamente que los hospitales están completamente saturados. Se rechaza a miles de personas. Los medicamentos se agotan. Igual que el oxígeno que salva vidas. Los enfermos se han quedado atrapados en filas interminables en las puertas de los hospitales o en sus casas, jadeando en un intento por llenar de aire los pulmones.
Aunque Nueva Delhi está confinada, la enfermedad sigue haciendo estragos. Médicos de toda la ciudad y algunos de los principales políticos de Delhi hacen llamadas de socorro desesperadas al primer ministro de India, Narendra Modi, en las redes sociales y en la televisión, suplicando por oxígeno, medicamentos, ayuda.
Los expertos siempre advirtieron que la COVID-19 podría causar verdaderos estragos en India. Este país es enorme: 1400 millones de personas. Y densamente poblado. Y en muchos lugares, muy pobre.
Lo que estamos presenciando es muy diferente a lo que vimos el año pasado, durante la primera ola en India. Entonces, lo que había era el miedo a lo desconocido. Ahora lo conocemos. Conocemos la totalidad de la enfermedad, la escala, la velocidad. Conocemos la fuerza aterradora de esta segunda ola, que golpea a todos al mismo tiempo.
Lo que habíamos temido durante la primera oleada del año pasado, y que nunca llegó a materializarse, ocurre ahora ante nuestros ojos: un colapso, un derrumbe, la comprensión de que mucha gente va a morir.
Esto es inquietante de otra forma. No hay manera de saber si mis dos hijos, mi mujer o yo estaremos entre los que contraigan un caso leve y luego se recuperen, o si nos pondremos muy enfermos. Y si enfermamos de forma grave, ¿dónde iremos? Las UCI están llenas. Se han cerrado las puertas de muchos hospitales.
Una nueva variante, conocida aquí como “la doble mutante”, puede estar causando gran parte del daño. La ciencia aún es incipiente, pero por lo que sabemos, esta variante contiene una mutación que puede hacer que el virus sea más contagioso y otra que puede hacerlo parcialmente resistente a las vacunas. Los médicos están bastante asustados. Algunos con los que hemos hablado nos dijeron que se han vacunado dos veces y aun así han enfermado gravemente, una muy mala señal.
¿Qué se puede hacer?
Intento ser positivo, porque creo que es uno de los mejores refuerzos de la inmunidad, pero me encuentro aturdido y ando a la deriva por las habitaciones de nuestro apartamento, abriendo desganadamente latas de alimentos y preparando comidas para mis hijos, mientras siento que mi mente y mi cuerpo se están haciendo papilla. Me da miedo mirar mi teléfono y recibir otro mensaje sobre un amigo que se ha puesto mal. O algo peor. Estoy seguro de que millones de personas se han sentido así, pero yo he empezado a imaginarme los síntomas: ¿me duele la garganta?, ¿y ese dolor de cabeza débil pero permanente?, ¿ha empeorado hoy?
Mi zona de la ciudad, el sur de Delhi, está ahora en silencio. Como en muchos otros lugares, el año pasado hubo un confinamiento estricto. Pero ahora los médicos nos advierten de que el virus es más contagioso, y las posibilidades de obtener ayuda son mucho peores que durante la primera ola. Muchos de nosotros tenemos miedo de salir a la calle, como si hubiera un gas tóxico que tememos respirar.
India es una historia de escalas, y tiene dos caras. Hay mucha gente, muchas necesidades y mucho sufrimiento. Pero también hay mucha tecnología, capacidad industrial y recursos, tanto humanos como materiales. La otra noche casi se me saltan las lágrimas cuando las noticias mostraron un avión de la Fuerza Aérea India cargado con tanques de oxígeno desde Singapur para llevarlos a las zonas necesitadas del país. El gobierno estaba transportando aire por vía aérea, básicamente.
Por muy difícil y peligrosa que sea la situación en Delhi para todos nosotros, probablemente va a empeorar. Los epidemiólogos afirman que las cifras seguirán aumentando, hasta llegar a 500.000 casos diarios en todo el país y hasta un millón de indios muertos por COVID-19 en agosto.
No tenía por qué ser así.
India iba bien hasta hace unas semanas, al menos en apariencia. Paró actividades, contuvo la primera ola y luego se abrió. Mantuvo una baja tasa de mortalidad (al menos según las estadísticas oficiales). Para el invierno, la vida en muchos aspectos había vuelto a algo cercano a la normalidad.
En enero y febrero estuve de viaje de reportería, conduciendo por ciudades del centro de India. Nadie —y quiero decir nadie, incluidos los policías— llevaba mascarilla. Era como si el país se hubiera dicho a sí mismo, mientras se avecinaba la segunda ola: no te preocupes, lo tenemos controlado.
Pocas personas se sienten así ahora.
Modi sigue siendo popular entre su base, pero hay más personas que lo culpan de no haber preparado al país para esta oleada y por haber celebrado en las últimas semanas mítines políticos repletos de gente en los que se tomaron pocas precauciones, posibles eventos de supercontagio.
“Las normas de distanciamiento social se han ido al garete”, dijo un locutor de Delhi el otro día, durante la retransmisión de uno de los mítines de Modi.
Los indios también están molestos con el ritmo lento de la campaña de vacunación. Menos del diez por ciento de la población ha recibido una dosis, y solo el 1,6 por ciento está totalmente vacunado, a pesar de que aquí se fabrican dos vacunas.
En India, como en otras partes, los ricos pueden amortiguar el golpe de muchas crisis. Pero esta vez es diferente.
Un amigo con buenos contactos activó toda su red para ayudar a alguien cercano, un joven con un caso grave de covid. El amigo de mi amigo murió. Ningún tipo de influencia ayudó a internarlo un hospital. Había demasiados otros enfermos.
“Intenté todo lo que estaba en mis manos para conseguirle una cama, y no pudimos”, dijo mi amigo. “Es un caos”.
Sus sentimientos estaban a flor de piel.
“Esto es una catástrofe. Esto es un asesinato”.
Me arriesgo poco, salvo para conseguir comida para mi familia que no puede pedirse a domicilio. Llevo dos mascarillas y me alejo de toda la gente que puedo.
Pero la mayoría de los días estamos nosotros cuatro varados en el interior. Intentamos jugar, intentamos no hablar de quién acaba de enfermar o de quién anda corriendo por esta ciudad asediada en busca de una ayuda que probablemente no encontrará.
A veces nos sentamos tranquilamente en el salón, mirando los ficus y las palmeras.
En las tardes largas, tranquilas y calurosas, a través de la ventana abierta, podemos oír dos cosas: las ambulancias. Y el canto de los pájaros.
New York Times.